LAS MOSCAS DEL CRUCIFICADO

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón…”.

Quise conocer mejor la mansedumbre del Señor, y me quedé mirando al Crucifijo. Procuré fijarme en su Rostro, intentando encontrar allí, en sus ojos, los destellos de un Corazón manso.

Entonces reparé en algo que jamás había yo advertido hasta hoy. Se trata de las moscas. Hay decenas de moscas en torno a la Faz de Jesús crucificado. Con las manos cosidas al Madero, no puede espantarlas, pero tampoco mueve la cabeza para desembarazarse de ellas. Y así, se posan en su Rostro, algunas de ellas sobre la Sangre ya reseca de las heridas antiguas, y otras parece que quisieran beber la Sangre fresca que cae de la corona de espinas. Jesús, mansamente, se deja poblar por estos pequeños habitantes…

Alguna se ha posado sobre un párpado, y el Señor ha cerrado los ojos. Me recordaba a un borriquillo. Los he visto a veces, con el hocico tan poblado de moscas como vi la Faz de Cristo. Parece no importarles, o, mejor, parecen haberse rendido anta la invasión de estos pequeños animales y haber entregado su cabeza como un territorio amigo. No sé… Ahora que lo recuerdo, hasta me ha dado por pensar que se llevaban bien. Pero, de repente, el borriquillo manso lanza un bufido, como un estornudo sordo y feroz, mientras menea la cabeza, y todas las moscar se espantan… Era broma. A los pocos segundos, todas están de nuevo allí, y el borrico sigue manso y resignado hasta el siguiente estornudo.

Al Señor lo vi más manso aún que al borriquillo. Ni estornudaba ni meneaba la cabeza… Sencillamente, se dejaba poblar. Asaltado por la compasión, quise subir a la Cruz para espantarle a Jesús las moscas de la cara. Soy pequeño, y ya he intentado subir otras veces sin lograrlo...Pero quise repetir la intentona, por si podía librar al Señor, al menos, de esa pequeña molestia. Sucedió lo de siempre: un pie arriba, apoyado en un nudo del Madero, un impulso, un intentar llegar con las manos hasta el clavo de los pies de Jesús… ¡Y al suelo una vez más!

Desde allí, miré a la Virgen. Siempre la miro cuando me caigo, aunque más me valdría no ser tan atolondrado y mirarla antes de emprender mis “escaladas”.

Esta vez, Ella me tomó en sus brazos y me levantó. Me alzó sobre sus manos, y me llevó (¡Al fin!) hasta la altura del cuello del Señor. Me colgué de él como si fuera un collar, y desde allí me dispuse a espantar las moscas, agitando como pudiera una de mis manos y quedando con la otra sujeto al Maestro… Pero Jesús me miró de tal manera que pensé que algo estaba haciendo mal. Giré mi rostro y busqué el de María… Lo ví también en sus ojos: algo estaba yo haciendo mal (¡como siempre!). Volví a mirar los ojos del Señor, y ellos me miraron a mí. Entonces me habló. Me habló en voz muy baja porque, colgado como yo estaba de su cuello, no necesitaba Jesús gastar sus fuerzas. “- No me espantes las moscas. Espántame los pecados”.

José Fernando Rey